Había pasado una semana desde que Isabel volvió a casa.
El calor del hogar que Ares había levantado para ella la envolvía con un aroma a leña, a hierbas, a algo perdido y recuperado. No era una casa cualquiera. Cada rincón parecía tener una historia, una intención. Las mantas sobre el sofá, tejidas a mano, las paredes adornadas con fotografías que ella aún no recordaba haber tomado. La habitación, con cortinas translúcidas que dejaban pasar la luz del amanecer y un perfume suave a lavanda que se quedaba en su piel al despertar.
Lucía aparecía cada mañana con una taza de infusión caliente entre las manos y una sonrisa forzada por la paciencia. La joven era incansable. Le hablaba suave, como si Isabel fuera una figura delicada de porcelana, quebrada y pegada mil veces. Le narraba anécdotas pequeñas: risas compartidas, momentos de complicidad, detalles tan humanos y sencillos que empezaron a horadar la neblina de su mente.
Henrry, en cambio, era un enigma. Rondaba la sala como una sombra