El aire en la manada era espeso, como si el cielo mismo se negara a dejar entrar la luz. Desde que Isabel desapareció, el silencio había invadido cada rincón. Los guerreros caminaban cabizbajos, las cocinas estaban apagadas, y hasta los más jóvenes se contenían de jugar. Era como si la manada entera hubiese sido privada de su corazón, pero nada se comparaba con el dolor del alfa.
Ares estaba encerrado en su habitación, con el torso desnudo y el cuerpo cubierto de heridas recientes. Algunas eran el resultado de entrenamientos salvajes con Henrry, como si intentando destrozarse pudiera arrancarse la culpa. Otros, simples castigos autoinfligidos: correr hasta desfallecer, ayunar hasta sangrar por dentro.
No eran del todo físicas. Las verdaderas heridas estaban en su pecho, donde el vínculo con Isabel había dejado una huella ardiente, dolorosa… ausente.
El anillo ceremonial reposaba entre sus dedos. Era lo único que no había abandonado desde que se lo quitaron del cuerpo inerte de un t