El campamento estaba erguido sobre una colina vigilada por centinelas noche y día. Las tiendas, hechas de piel de lobo curtida y lino grueso, estaban marcadas con símbolos antiguos de protección. Los estandartes ondeaban con la insignia de Luna Llena, firmes pese al viento que traía el eco de la batalla que se avecinaba. En cada rincón, la tensión se palpaba como un pulso invisible. Los Guerreros entrenaban sin descanso, los sanadores preparaban bálsamos y tónicos, y los brujos consultaban oráculos, huesos y cristales. Nadie sonreía, nadie dormía en paz, pero la energía más densa, la más brutal, la que devoraba el aire mismo, era la que emanaba del líder.
Ares no dormía, no comía y no descansaba. Sus ojos, alguna vez tan vivos, estaban rodeados de sombras. Su rostro parecía esculpido en piedra, endurecido por la culpa y la angustia. Sin embargo, dentro de él ardía algo feroz: su lobo, inquieto, desesperado, rugía día y noche, como si sus propios aullidos pudieran cruzar la distancia q