La manada estaba de fiesta.
Desde el primer canto del amanecer, una energía vibrante recorría el territorio como una corriente invisible. El aire olía a flores frescas, a pan horneado y a esperanza. Las casas, incluso las más modestas, se engalanaron con cintas de lino blanco y ramas de olivo trenzadas por los niños. Cada adorno era un símbolo: de paz, de fertilidad, de unidad. En cada rincón se sentía una especie de magia antigua, una que no venía solo de la luna, sino de los corazones que, por primera vez en mucho tiempo, latían sin miedo.
Los guerreros jóvenes trabajaban codo a codo con los ancianos para levantar estructuras decorativas y colocar los estandartes de Luna Llena. Los niños, excitados por la promesa de una fiesta y la curiosidad por el vestido de la futura “madre luna”, correteaban entre las piernas de los adultos, robaban dulces, se metían en cestas, provocaban travesuras. El espíritu festivo era tan auténtico que, por momentos parecía que la oscuridad que había cub