La sala principal de la mansión estaba llena del aroma antiguo a madera, cuero y sangre seca. La manada observaba desde lejos, fingiendo indiferencia, pero todos sabían que el ambiente estaba cargado. La verdadera guerra no era la externa, era esta, la que se libraba en susurros, en miradas afiladas y verdades a punto de estallar.
Gloria se plantó frente a Isabel, elegante y cruel, como la loba que había perfeccionado el arte de disfrazar veneno con sonrisas. Su vestido entallado, su cabello perfectamente peinado, todo era una máscara pulida para ocultar la podredumbre que se retorcía por dentro. Sus ojos, sin embargo, no mentían, ardían de rabia, de humillación, de desesperación apenas contenida.
—No sé qué clase de jueguito crees que estás jugando. —Susurró, lo suficientemente bajo para que solo Isabel, Ares y los más cercanos escucharan. —Pero no tienes lugar aquí. Tú lo arruinaste todo, tú te fuiste, tú convertiste a Ares en un hombre ausente para su manada. Primero por ir a encon