La noche en el territorio lycan ya no traía paz. Había algo en el aire, una vibración sutil, como si el suelo mismo estuviera conteniendo el aliento. Ares lo sentía… lo olía.
Estaban rodeados de lobos leales, sí, pero también de miradas huidizas, de conversaciones que cesaban cuando él aparecía, de lealtades que pendían de un hilo demasiado fino.
La amenaza no era un ejército en las puertas. No todavía, era peor, era el veneno que se movía silencioso entre sus propios guerreros.
Sabía que Gloria estaba detrás, no podía todavía comprobarlo y no podía acusarla a la ligera, ya que ella lo ha dado todo por la manada y nadie la cree capaz, pero sabe que algo no está bien y mucho menos después de cómo la dejó en ridículo horas atrás frente a toda la manada.
—No podemos confiar en todos. —Susurró Henrry, su beta, mientras observaba desde lo alto de la casa los movimientos en el patio central. —Algo huele mal. —Ares no respondió. El peso de lo que había dicho a Gloria horas atrás todavía latí