El aroma a café recién hecho la despertó antes que cualquier sonido.
Isabel abrió los ojos con dificultad. La habitación seguía siendo la misma prisión disfrazada de comodidad, pero aquella mañana tenía algo diferente. El aroma de pan tostado, frutas frescas y mantequilla derretida llegaba hasta la cama como una burla cruel.
No tardó en descubrir al culpable.
Ares estaba en la cocina, con las mangas de la camisa dobladas hasta los codos, moviéndose con una facilidad que irritaba. Desayuno preparado, café servido y todo meticulosamente dispuesto.
—¿Qué estás haciendo? —Preguntó Isabel desde la puerta, descalza, despeinada, ojerosa, pero hermosa con esa furia contenida. Ares levantó una ceja.
—Lo evidente. —Respondió sin más. —Desayuno. —Ella cruzó los brazos, mirándolo con recelo.
—No voy a comer nada que prepares tú. —Él no respondió, simplemente tomó una taza, le puso azúcar, revolvió con lentitud y se la extendió, pero Isabel no se movió.
—Hoy tienes cita médica. —Le dijo él de pron