Las manos de aquellos hombres eran ásperas, sucias, rudas. Isabel forcejeó con toda la fuerza que le quedaba, pero sus movimientos eran torpes, lentos, limitados por el embarazo, por el cansancio, por el miedo. Su mente gritaba que tenía que pelear, que no podía permitir que nadie, nadie, le hiciera daño a su hijo.
Ese pensamiento fue como una chispa encendiendo una hoguera. El instinto maternal le rugía por dentro, empujándola a seguir luchando, aunque el cuerpo ya no respondiera como antes, aunque las piernas le temblaran, aunque el sabor ácido del miedo le quemara la garganta.
—¡No me toquen! —Rugió, mordiéndole la mano al primero que intentó agarrarla del cabello.
El hombre soltó una maldición, pero respondió con un golpe brutal al rostro. El impacto le hizo perder el equilibrio, cayendo de rodillas sobre el suelo frío y sucio. Un ardor punzante le cruzó la mejilla mientras un sabor metálico llenaba su boca. Sangre, su propia sangre.
El calor le recorrió la piel, pero no era p