13. La madre que llama
Eira
Algo me atraviesa el pecho como si una garra me abriera el esternón desde adentro. No es un presentimiento cualquiera; es el tirón del lazo que más fuerte tengo. Algo sucede con mi hija.
La montaña huele a resina húmeda, a hierro y a luna inquieta. Me apoyo en la piedra del ventanal y siento el pulso del bosque como un tambor. Mi hija se enciende lejos. Mariel arde, como una vez yo lo hice, pero descontroladamente.
Ardan entra al salón sin que lo llame. Reconoce la forma en que alzo el rostro, el modo en que mi respiración cambia cuando el Pozo me reclama. Sus ojos grises me estudian con paciencia de Alfa, con la ferocidad del hombre que me eligió antes de todos los inviernos. Huele a pino, a sudor limpio, a camino.
—La sentiste —dice, pero no es una pregunta, sino una certeza.
—Sí —respondo—. Algo la ha despertado antes de tiempo. Es un fuego que no baja, amor. Que la consumirá, sono aprender a cómo manejarlo.
Su mandíbula se tensa y los nudillos crujen cuando cierra el puño. C