Tenía que admitirlo: todo lo que Yolanda había dicho era un retrato exacto de su situación, encajaba con la realidad de Eduardo. Sus inseguridades, sus fracasos… ella lo había descifrado, había dado justo en el clavo.
Al ver la cara de asco que puso, como si hubiera probado algo amargo, supo que su afirmación había sido correcta. Tenía buen ojo para la gente.
—¿Qué? ¿Te dolió lo que dije? ¿Ya se te acabó el teatrito?
Sonrió con una coquetería desafiante. El contraste con su ropa desgarrada creaba una imagen de belleza herida, casi hipnótica.
En ese momento, la tomó por el cuello. Su voz fue un gruñido áspero junto a su oído.
—¿Quieres que te mate? Si tantas ganas tienes de morirte, yo te puedo ayudar.
Mientras hablaba, su mano comenzó a apretar con más fuerza. Por un momento, sintió el impulso de acabar con ella ahí mismo.
La cara de Yolanda se congestionó y el aire se negó a entrar en sus pulmones. Pero se obligó a no forcejear. Con una lentitud agónica, articuló cada palabra.
—Te… ap