Tal como habían pensado sus padres, Eduardo fue directo a buscar a Yolanda.
Como estaban en su propia casa, había relajado un poco la vigilancia, aunque le había puesto una tobillera de metal. Todo el cuarto era su único espacio para moverse. Para las comidas, una empleada le dejaba la comida en la puerta.
Le había dado instrucciones muy claras: solo tenía que dejar la comida y ya. Nada más. Sin hacer preguntas.
La mujer era una persona discreta y, como Eduardo le pagaba muy bien, se limitaba a hacer su trabajo en silencio. Dejaba la bandeja y se iba, cumpliendo las órdenes al pie de la letra.
Cuando llegó, vio a la empleada justo en el momento en que dejaba la comida.
La mujer se asustó al verlo.
—Señor, no lo esperaba. ¿Qué hace aquí a esta hora?
—¿Por qué tan nerviosa?
Eduardo entrecerró los ojos, sintiendo que algo no cuadraba.
—No, no, no es nada. Es que me sorprendió, porque nunca viene a esta hora.
Al ver que la mujer casi agachaba la cabeza hasta el suelo, él decidió dejarlo pa