Con una sonrisa extraña, Eduardo bajó los escalones hacia el sótano, uno por uno.
La mujer que se encontraba abajo, hasta ese momento en un estado de aturdimiento, pareció despertar de golpe en cuanto lo vio.
Las cadenas que la sujetaban tintinearon con un sonido metálico y seco.
Tenía la boca amordazada con un trozo de tela, lo que le impedía hablar. Solo sus ojos se movían, llenos de lágrimas y desesperación.
Su cuerpo estaba cubierto apenas por un par de jirones de tela, que no alcanzaban a ocultar nada.
Al verla así, el deseo en los ojos de Eduardo se hizo incontrolable.
La imagen de la mujer semidesnuda, como si estuviera allí esperándolo, avivó sus más oscuros impulsos.
Tenía el cuerpo cubierto de moretones, y aunque su mirada antes parecía vacía, al verlo se volvió de odio puro.
Eduardo se rio con sarcasmo, se acercó y le sujetó el mentón con fuerza.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta lo que ves? ¿Por qué pones esa cara?
La mujer tenía facciones dignas de una belleza exquisita y llamativa