Condujo sin detenerse, directo a la farmacia más cercana.
Compró todos los antiinflamatorios y antisépticos que encontró, hasta que atestó la cajuela del carro.
Cuando llegó a casa de Marcela, Sofía estaba cabizbaja sentada en el sofá, con un vaso de agua helada entre las manos y una expresión apagada.
Alejandro se acercó a ella a paso veloz y, al verle la mejilla enrojecida e hinchada, sintió una punzada de angustia.
—¿Qué pasó? ¿Quién te hizo esto? ¿Te duele mucho?
Su tono era de una suavidad insólita, muy distinto al del implacable presidente de Altamira.
Sofía se sintió desconcertada por su repentina atención e instintivamente desvió la cara, evitando su mirada.
—No es nada, en serio. Un golpecito.
—¿Un golpecito? ¡¿A esto le llamas un golpecito?! —Marcela, que estaba a un lado, no pudo evitar exagerar.
—¡Pero ve nada más cómo tienes la cara, toda hinchada! Si no te hubiera puesto hielo luego luego, ¡quién sabe qué tanto se te habría inflamado!
El semblante de Alejandro se ensombre