La oficina quedó en un silencio sepulcral; todos contemplaban la escena boquiabiertos, como si el mundo se hubiera detenido.
Javier Ortiz yacía en el suelo como un perro, sujetándose la cintura mientras gemía de dolor, incapaz de incorporarse.
Sofía Vargas se sacudió las manos con satisfacción y lo miró desde arriba, una sonrisa implacable dibujada en sus labios.
—Javier, ¿de verdad creíste que iba a seguir aguantando tus abusos? Te lo advierto de una vez por todas, ¡conmigo no te vuelvas a meter!
Javier hacía muecas de dolor, con una mezcla de pavor y rencor en la mirada.
No podía creer que esa Sofía, de apariencia tan frágil, tuviera esa fuerza descomunal.
Intentó levantarse con esfuerzo, pero descubrió que era incapaz de moverse.
Con el rostro contraído por el dolor, Javier chilló como una rata acorralada:
—¡Sofía! ¿Estás loca o qué? ¡Cómo te atreviste a pegarme! ¡Te voy a demandar!
Sofía rio con desprecio y le pisó levemente el dorso de la mano con la punta del zapato.
—¿Demandarme