Guerra

Ariadna esperaba en su casa. La residencia, usualmente ruidosa, parecía hoy más sombría, cargada de tensión. Daniel Petri y el abogado ya se habían marchado, pero ella no podía seguir esperando sin hacer nada. Se paseaba por la sala con los brazos cruzados, inquieta. El hecho de que Máximo estuviera detenido la ponía nerviosa, pero se negaba a analizar en profundidad lo que esas emociones significaban. ¿Miedo? ¿Culpa? ¿O algo más profundo?

En la comisaría, Máximo había sido apartado de los custodios. Caminaba de un lado a otro del pequeño calabozo como un león enjaulado. La sudadera algo sucia y el rostro endurecido por la tensión. Su peor miedo no era estar preso: era que Ariadna estuviera sola. Vulnerable. Sus compañeros de celda lo observaban con interés, quizá por su actitud desafiante, quizá por su aspecto. Él, sin embargo, solo pensaba en una cosa, proteger a Ariadna.

A varios kilómetros de allí, Antonio Alzaga se encontraba en su oficina de la gobernación. La noticia ya corrí
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