JOSEFO
La mañana anterior olía a metal y a espera. El tipo de espera que se te mete en los músculos y los deja vibrando, listos para saltar aunque no haya dónde. Teníamos las placas del convoy, teníamos los turnos de los guardias, teníamos el plano de la ruta que habían tomado cada día y los accesos. Teníamos todo… menos al objetivo en el lugar correcto. Era fácil: llegar, eliminar e irse, pero nada de eso pasó.
A las 08:12, Sombra informó por el canal cerrado:
—Movimiento inesperado en la puerta norte. Uno, dos… tres SUVs. Sin placas. Vidrios polarizados.
A las 08:15, el reloj del tablero me devolvió mi propio reflejo: mandíbula tensa, la cicatriz del nudillo más roja por el frío. Apreté el comunicador.
—Confirmo rutas de salida. ¿Se queda alguno adentro?
—Negativo —respondió Yara desde la azotea—. Repito, negativo: objetivo en la segunda camioneta. Cambiaron la hora. Se adelantan quince. No hay ventana.
“No hay ventana.” La frase se quedó latiendo como una alarma muda. Y yo sabía lo