ADRIANO
Alexander ya casi dormía.
Su respiración suave era un pequeño milagro entre mis brazos.
Lo balanceaba despacio, caminando por la habitación con esa mezcla de ternura y cansancio que solo un padre entiende.
Dalia estaba sentada en la cama, con la luz cálida de la lámpara bañando su rostro.
Sonreía mientras doblaba la ropita diminuta de los trillizos, cada pieza más pequeña que la anterior.
—Ya falta poco para que se duerma, amor —dijo en voz baja.
—Eso espero, este pequeño tiene más energía que yo.
Alexander bostezó, y al fin cerró los ojos.
Suspiré con alivio, lo llevé hasta la cuna y lo acomodé con cuidado, cubriéndolo con la manta celeste.
Por fin, paz.
Entonces, el teléfono de Dalia vibró sobre la mesita.
Ella lo tomó, leyó el mensaje y sonrió.
—¿Quién es? —pregunté distraído, todavía observando al bebé.
—Tu madre —respondió, como quien dice algo inofensivo.
—¿Mi madre? ¿Qué dice?
—Dice que no llegará a dormir esta noche.
—¿Qué? —me giré de inmediato—. ¿Cómo que no va a dor