ADRIANO
El día estaba siendo perfecto.
Dalia había reído más que en toda la semana, los trillizos dormían en paz, y el aire de la casa olía a pan tibio y flores del jardín.
Por primera vez en mucho tiempo, sentía que la calma volvía a tener un lugar entre nosotros.
Estábamos en la sala, ella acurrucada a mi lado, mientras Jacke jugaba con Alessandro sobre la alfombra.
Dalia hablaba de probar una receta nueva de pie de maracuyá, y yo solo la miraba, fascinado por el brillo que había regresado a sus ojos.
Ese brillo era mi victoria. El paseo por el jardín había servido; estaba más contenta, ya no estaba sombría. Sus ojos brillaban, no tanto como antes, pero sí brillaban. Era un camino lento que no estaba dispuesto a dejarla recorrer sola.
Entonces, el timbre sonó.
Una, dos veces.
Secas. Impacientes.
Jacke se giró.
—¿Esperan a alguien?
Negué.
Me levanté, pero antes de llegar a la puerta, el sonido de unos tacones resonó por el pasillo.
Y la voz que escuché a continuación me devolvió, de