ADRIANO
La sala de interrogatorios olía a metal frío y a alcohol barato. Dejé que cerraran la puerta tras nosotros y observé a los dos tipos encorvados en las sillas, las caras aún manchadas por el polvo de la calle, las uñas rotas, la ropa hecha jirones, apenas se mantenían conscientes; sin duda Enzo es muy cruel cuando quiere. No eran nadie importante —en apariencia—, peones que piensan que la violencia los hace grandes. No sabían que conmigo no se jugaba.
Enzo estaba a mi derecha, con la calma que usa quien sabe jugar con cuchillos y gente peligrosa. Alessandro se apoyaba en la pared, frío como un bloque de hielo; su mirada decía que estaba listo para partir a cualquiera si hacía falta. Yo, por mi parte, respiré hondo y dejé que la furia bajara a la superficie con una sonrisa pequeña, cortante.
—Bien —dije, tomándome mi tiempo—. Vamos a hacerlo corto para que no sufran más de lo necesario; de todas maneras morirán, ustedes deciden si lo hacen de manera rápida o dolorosa.
El mayor d