DALIA
La noche había caído con ese silencio incómodo que solo existe cuando el corazón extraña demasiado. Llevaba horas dando vueltas en la cama, abrazando la almohada que olía a Adriano. Cada rincón de la habitación me recordaba a él: el sillón donde dejaba su chaqueta, la mesita donde descansaba su reloj, el borde de la cama donde solía quitarse las botas antes de meterse conmigo bajo las sábanas.
El teléfono vibró, y el alma se me encogió al instante. Contesté con el corazón a mil.
—¿Amor?
La voz de Adriano sonó cansada, grave, pero viva.
—Mi flor, el vuelo se retrasó. Llegaré mañana pasado mediodía.
Suspiré, tragándome la decepción para no cargarlo más.
—Está bien… nos vemos mañana entonces.
—Descansa, mi amor. Te amo.
—Y yo a ti.
Colgué y me tumbé de nuevo, abrazando su almohada con fuerza. Las lágrimas me ardieron, pero intenté calmarlas. Mañana estaría conmigo, me repetí. Mañana volvería a sentirlo. Cerré los ojos y me acurruqué, aunque la cama parecía más fría sin él.
No sent