ADRIANO
El mar Egeo se extendía frente a nosotros como un espejo azul turquesa que se confundía con el cielo. La villa privada que había alquilado para nuestra luna de miel colgaba sobre un acantilado blanco, y la playa desierta era nuestro reino. Nadie más que nosotros, el sonido de las olas y el perfume a sal y sol.
Dalia corría descalza por la orilla, con un vestido ligero que el viento levantaba juguetón. Su risa se mezclaba con el murmullo del mar, y por un instante sentí que todo en mi vida había sido para llegar aquí.
—¡Adriano! —me gritó, volteando hacia mí con los pies hundidos en la arena húmeda—. ¿Vas a quedarte ahí parado mirándome como un tonto?
Sonreí.
—Tal vez.
—Ven aquí.
Obedecí. Caminé hacia ella y la atrapé por la cintura, levantándola entre mis brazos. Ella chilló de sorpresa, riendo con fuerza.
—¡Bájame!
—Ni en sueños. —La giré en el aire y la sumergí apenas en el agua. El vestido se pegó a su piel, revelando sus curvas. Yo no aparté la mirada.
—¡Adriano! —me golpe