ANNY
La bodega olía a metal caliente y a pólvora vieja. Entramos con Jean y Polera, era medio día y la luz que se colaba por las rendijas dibujaba líneas cortantes sobre el polvo. Layla estaba ahí, encorvada en un rincón, las vendas negras alrededor de la sien, la ropa hecha trapos. Tenía la cara pálida, estaba amarrada y dormida, habían cauterizado las heridas con fierros calientes para evitar que muriera hasta que yo llegara. esa un despojo, pero era la misma mujer que quiso jugar con fuego en la boda de mi padrino.
—Bueno, despiértenla —dije sin titubear.
Los hombres no perdieron tiempo: le tiraron agua en la cara. Layla saltó como un animal herido, escupiendo y maldiciendo. Me acerqué, abrí la ventana y le sonreí con calma de cuchillo.
—Hola, cariño —la saludé como quien presenta una lección—. Creo que no me conoces. Soy Annelisse de Filippi, hija del demonio de América, y ella es Marie Moretti, hija del mejor amigo de mi padre.
La miré a los ojos. Ella buscó una salida, un gesto,