LAYLA FERRI
Entré a mi departamento como una tormenta.
La puerta se estrelló contra la pared, los tacones resonaron en el suelo de mármol y lo primero que hice fue lanzar la cartera sobre el sillón.
—¡Maldito seas, Adriano Blackstone! —gruñí, arrancándome la chaqueta—.
Me temblaban las manos de rabia. Rabia contenida, rabia caliente, de esa que quema más que el fuego. Caminé de un lado a otro, sin poder calmarme. El reflejo del espejo me devolvía la imagen de una mujer despeinada, con los labios rojos aún frescos y los ojos encendidos.
—“Ahora me das asco” —repetí en voz alta con sarcasmo—. Asco vas a tener tú cuando me veas destruir tu reputación, pedazo de idiota.
Fui hasta el bar, serví whisky sin hielo y bebí de un trago. Me ardió la garganta, pero lo necesitaba. No podía creer que ese hombre, ese arrogante, me hubiera hablado así. Como si yo fuera una cualquiera. Como si no supiera perfectamente que gracias a mí su empresa no se vino abajo más de una vez.
—Yo te abrí puertas imb