Mi mente hecha un caos.
ADRIANO
Me senté en la sala de espera con las manos todavía frías por la tensión. El corredor olía a desinfectante y a café sin terminar; el ruido de las conversaciones era un murmullo constante que no alcanzaba a mitigarme la urgencia en el pecho. Me apoyé un momento en una pared y respiré hondo: necesitaba respuestas, pero también necesitaba ver a mi madre y a Jacke, y saber cómo estaban mis hijos.
Caminé hacia la sala de neonatología. A través del vidrio observé a Jacke y a mi madre frente a las incubadoras, con la mirada pegada a esos cuerpecitos diminutos que respiraban de manera constante, retorciéndose como gatitos. Jacke tenía una sonrisa radiante que no podía borrar; mamá, la piel aún pálida por la impresión, secaba las lágrimas con el dorso de la mano mientras una sonrisa rota le iluminaba el rostro. Sus manos, temblorosas, se apoyaban en el vidrio como si así pudieran acercarse más.
Me acerqué sin anunciarme. Jacke se volvió y me miró; al verme, casi en un susurro preguntó: