ADRIANO
El barrio era viejo, casi olvidado por la ciudad.
Calles estrechas, bordes desgastados, postes de luz que parecían sostenerse más por costumbre que por firmeza.
Los muros de las casas estaban cuarteados, algunos con manchas oscuras de humedad que se extendían como cicatrices.
Aparqué a media cuadra de la dirección que me habían dado.
El motor del coche se apagó, pero el mío seguía encendido, acelerado.
Sabía que no debía estar ahí.
Sabía que si Dalia se enteraba, me miraría con esos ojos grises llenos de decepción que ya había visto una vez.
Pero no me importaba.
Esta no era una visita de cortesía.
No venía a presentarme, ni a hablar de paz.
Venía a mirar de frente el origen de muchas de sus lágrimas.
El volante crujió bajo la presión de mis manos.
Al frente, la casa.
O lo que quedaba de ella.
Me habían dicho que había sido del padre de Dalia, pero que esas víboras —su madre y sus hermanas— se la habían quitado después de su muerte. Aun recuerdo ese día como llegó llorando des