ADRIANO
El barrio era viejo, casi olvidado por la ciudad.
Calles estrechas, bordes desgastados, postes de luz que parecían sostenerse más por costumbre que por firmeza.
Los muros de las casas estaban cuarteados, algunos con manchas oscuras de humedad que se extendían como cicatrices.
Aparqué a media cuadra de la dirección que me habían dado.
El motor del coche se apagó, pero el mío seguía encendido, acelerado.
Sabía que no debía estar ahí.
Sabía que si Dalia se enteraba, me miraría con esos ojos grises llenos de decepción que ya había visto una vez.
Pero no me importaba.
Esta no era una visita de cortesía.
No venía a presentarme, ni a hablar de paz.
Venía a mirar de frente el origen de muchas de sus lágrimas y a empezar con mi plan.
Envié un mensaje a mi gente y, en poco tiempo, los vi moverse como sombras.
Todo estaba listo, así que esperé, con un cigarrillo en la mano, el humo saliendo por la ventana, oculto por la oscuridad.
Al frente, la casa.
O lo que quedaba de ella.
Me