La Grieta.
El sonido de la lluvia contra las ventanas del estudio me despertó antes de tiempo. No había soñado, o tal vez sí, pero lo que me perseguía al abrir los ojos era peor que cualquier pesadilla: el mensaje que había entendido de los mensajes del día anterior: “Tu hijo nunca debió existir.”
La repetí en mi mente mientras preparaba el desayuno de Noah, mientras le acomodaba la bufanda, mientras le daba un beso en la frente antes de dejarlo al cuidado de la niñera y el equipo de seguridad.
Cada vez que la repetía, me dolía más, y aun así, salí de casa como si no fuera una bomba de tiempo lista para explotar.
El estudio me recibió con un silencio extraño. No vacío, sino contenido, como si las paredes supieran algo que yo todavía no.
Cuando llegué a mi oficina, Caelan ya estaba ahí.
Otra vez.
No me sorprendió, pero tampoco me tranquilizó.
Él alzó la vista apenas crucé la puerta, como si hubiera estado escuchando mis pasos desde mucho antes de que yo llegara.
—Llegas tarde —dijo.
Me detuve en