La Confrontación.
No dormí más de dos horas. Entre la ansiedad, el peso en el pecho y la sensación constante de que todo puede derrumbarse en cualquier momento, me desperté antes del amanecer con el corazón martillando.
Me quedé recostada unos segundos, mirando el techo, tratando de que mi respiración siguiera un ritmo aceptable. No funcionó. Al final, me levanté, me preparé un café que sabía a metal, y me obligué a salir de casa como si fuera una versión automatizada de mí misma.
El día en la oficina empezó como un latigazo, el lugar estaba helado, o tal vez era yo.
Los pasillos se movían rápido, como si todos tuvieran prisa por arrastrarme. Un mar de papeles, llamadas, reuniones y yo intentando no quebrarme frente a nadie. Tratando de mantenerme entera cuando por dentro llevaba semanas sintiendo que estaba hecha de vidrio. Cada vez más delgado.
Para la hora del almuerzo, ya tenía la mandíbula rígida de apretar los dientes.
A mitad de la tarde, cuando la pantalla empezó a duplicarse frente a mis ojos