Insomnio.

No sé en qué momento la noche dejó de ser descanso y se convirtió en un territorio hostil. A veces siento que mi propia casa respira conmigo, que las paredes se ensanchan y se encogen con cada pensamiento que intento callar. Hoy no es diferente.

Noah duerme. Yo no.

El reloj en la mesita parpadea las dos y algo, pero hace rato dejé de mirarlo. Cada vez que lo hago, me arde la garganta, como si el tiempo fuera una amenaza y no un indicador.

Me acomodo sobre la almohada por tercera, tal vez cuarta vez, y el colchón cruje de esa forma que me irrita. No hay silencio real. Siempre queda algún ruido eléctrico, el soplido del edificio, el eco de susurros que mi mente inventa cuando estoy agotada.

A veces pienso que el insomnio es una criatura, una que se sienta al borde de mi cama y me observa intentando dormir, divertida, paciente, esperando que vuelva a abrir los ojos. Como ahora.

Respiro hondo, error. El aire entra frío, demasiado frío, como si el invierno estuviera concentrado justo aquí,
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