Estancados.

Desperté con la sensación de que alguien había apagado el mundo mientras yo dormía.

La luz que entraba por la ventana no era fría ni cálida: era un recordatorio. Una línea blanca que atravesaba la habitación como un corte limpio, perfecto, que dividía lo que había sido de lo que no sabía cómo seguiría siendo.

Parpadeé un par de veces, la garganta me ardía, la cabeza no dolía tanto como debería después de haber bebido demasiado, pero el pecho, ese sí que ardía.

Una resaca emocional, esa era la única explicación.

Me quedé quieta unos segundos, sintiendo el peso de la manta sobre mi cuerpo, como si me protegiera y al mismo tiempo me aplastara.

No sabía si quería levantarme o esconderme debajo de ella hasta desaparecer. El primer latido de culpa llegó rápido, casi ansioso por ocupar el centro de mi pecho.

La escena del restaurante: mi voz alzada, el brazalete volando, las miradas, la vergüenza que me quemó la piel incluso antes de salir corriendo.

Y Dorian detrás, siempre detrás, con esa
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