La Caída de Caelan Vance.
La oficina estaba vacía. El silencio era absoluto, salvo por el tic-tac de un reloj lejano y el zumbido constante del aire acondicionado que llenaba el espacio con un murmullo monótono.
Cada vez que cerraba un archivo, esperaba que él apareciera; cada mensaje no contestado se sentía como un puñal que giraba lentamente en mi pecho.
Caelan no estaba. Dorian tampoco. Había llamado, escrito, enviado mensajes… y nada. Ni una palabra, ni un indicio, nada.
Me levanté y caminé hacia la ventana, apoyando las palmas de las manos sobre el cristal frío, observando la ciudad brillar en la noche.
Miles de luces, miles de vidas, y sin embargo, mi mundo entero parecía detenido, esperando que él apareciera. Respiré hondo, intentando calmar el nudo en la garganta, pero todo en mí estaba en tensión.
Fue entonces cuando escuché la puerta abrirse. Una apertura lenta, silenciosa, que me hizo girar la cabeza con el corazón en la boca. Y allí estaba él: Caelan.
No era el hombre impecable, perfecto, contenido