Esa Noche.
Sus hombros subían y bajaban de manera irregular, y cada temblor de su cuerpo me atravesaba el alma. No había palabras que pudieran reparar el dolor que sentía, y aun así, el silencio entre nosotros era un bálsamo momentáneo.
Su fragilidad me mostraba lo que siempre había sospechado: que la fachada de perfección que todos temían no era más que una coraza que había estado intentando sostener durante años.
Lo ayudé a levantarse, guiándolo con delicadeza hacia la salida de la oficina. Cada gesto estaba cargado de tensión: sus manos temblorosas, sus pasos vacilantes, la manera en que se apoyaba en mí, como si yo fuera la única fuerza estable en su mundo.
—Vamos a casa —le dije suavemente—. Noah ya está en su habitación, pero no quiero que te vea así.
Él se quedó de pie mientras le acomodaba las prendas y el cabello, y me partió el alma verlo tan frágil, tan dócil, tan roto. La vida me había preparado para todo menos para este momento, pero ya estaba metida hasta el fondo así que no había