El lunes amaneció con un silencio espeso, pegado a las paredes como humedad. El tipo de silencio que anuncia tormenta.

Cuando entré al piso cuarenta y dos, la sensación me golpeó de inmediato: algo no respiraba bien dentro del edificio.

Era como caminar hacia un corazón que latía fuera de ritmo.

Mis tacones resonaron sobre el mármol, un sonido que normalmente me daba seguridad. Hoy sonaba como eco hueco en un pasillo de hospital.

Suspiré, enderezándome.

Yo era la jefa, y aunque estuviera rota por dentro, aunque el recuerdo de Caelan, arrodillado en el suelo, quebrado, llorando como si su alma se deshiciera, todavía me quemara en la retina, tenía un edificio entero dependiendo de mí. Y un proyecto que se nos estaba muriendo frente a los ojos.

Aún así, su ausencia dolía. Caelan no había aparecido esa mañana. No había mensajes, no había llamadas, no había nada.

Solo una silla vacía en la sala de juntas y un vacío raro en el pecho que intentaba ignorar.

Y además estaba el recuerdo fresco