Respiro.
El sábado amaneció con una suavidad que casi dolía.
El departamento estaba silencioso, apenas iluminado por ese pequeño rayo de sol que siempre se colaba entre las cortinas de la sala.
Por un segundo, solo uno, tuve la sensación de que nada de lo ocurrido en la semana era real. Que Caelan no había llorado en el piso de su oficina, que Vivienne no había aparecido para recordarme quiénes eran los Vance, que Dorian no llevaba días siguiéndome como una sombra que respira demasiado cerca.
Pero luego escuché un ruido suave.
—Mami… —La vocecita de Noah flotó desde la habitación contigua—. ¿Ya despertaste?
Sonreí sin pensarlo: mi cable a tierra, mi razón para no perderme en esa tormenta.
—Sí, mi amor. Ven aquí.
Él entró corriendo, con ese pijama azul que ya le quedaba corto, el cabello despeinado y los ojos aún hinchados de sueño. Se lanzó a mis brazos con toda la fuerza de un niño de cinco años que no conoce el miedo.
—Te extrañé —murmuró, enterrando el rostro en mi cuello.
Yo también lo hab