Capítulo 4

Lo que acontecía era extraño por sí mismo. Mientras más avanzaba la noche, más podía sentir el reconocimiento en las personas a mi alrededor. 

Observaban mi vestido, mi cabello, mi labial rojo y la forma tan sutil en la que me movía por la alfombra como si flotara. 

Pero todo era una máscara, una máscara de mentiras que llevaba encima mientras sentía las luces tragarme poco a poco. Las risas falsas, las miradas largas y mis incesantes ganas de largarme de ese lugar me hacían sofocarme. 

Pero lo que me tenía más alerta eran esos cuchicheos que lograba escuchar al pasar junto a aquellas personas tan soberbias y llenas de poder. 

Escuchaba los murmullos a mis espaldas como una orquesta venenosa:

—¿Esa es ella? ¿La esposa?

—Siempre se vestía como si fuera parte del decorado…

—¿Desde cuándo tiene ese cuerpo?

Y yo solo sonreí.

Caminé por la alfombra como si flotara. El vestido dorado se movía como luz sobre mi piel. No era provocador. Era una declaración.

Estoy aquí. Mírenme bien.

La esposa invisible ya no existe.

Massimo me miraba desde el otro extremo del salón. No se acercó. Me observaba con ese gesto entre desconcierto y molestia. Tal vez porque no sabía cómo enfrentarme. O tal vez porque no le gustaba que todos los demás sí me miraran.

Incluyendo a Christian, uno de los socios nuevos del conglomerado. 

—Liana, ¿cierto? —me dijo, acercándose con su copa —Nunca había tenido el gusto. Tengo que decir que ha sido una impresión bastante impactante. Es más hermosa de lo que creí. 

—Gracias —respondí fingiendo un desinterés que no sentía. 

Hacía demasiado tiempo que ni siquiera mi propio marido me decía que me veía hermosa. No recuerdo si alguna vez lo hizo. 

Su risa fue suave y me ofreció su brazo.

—¿Te importaría acompañarme? Necesito escapar de una conversación con el tipo más aburrido de la noche.

Lo tomé. No porque quisiera escapar, sino porque sentí a Massimo tensarse desde lejos.

No es que tuviera celos, pero ahora mismo su imagen estaba en juego. Y aunque a nadie le importaba que la mía estuviera pisoteada por sus acciones, él sí se preocupaba por la imagen que daba a todos sus socios en un día como hoy.

Mientras hablaba con Paolo, sentí esa incomodidad familiar a mi alrededor. Las mujeres me miraban como si no supieran dónde colocarme. Como si, de pronto, me hubiera colado en su categoría sin pedir permiso.

Ya no era la “pobre esposa sin gracia de Massimo Mancini”.

Era una amenaza.

—Liana —dijo la voz cálida de la única persona que me trataba con respeto—. Qué bella estás esta noche.

Me giré y sonreí sinceramente.

—Juliette

Paolo sonrió hacia Juliette y ella le tendió su mano para que dejara un cálido beso en su dorso. 

—Hermosas damas, las dejaré para que charlen. 

Y luego solo se perdió en el mar de personas para que Giulliette pudiera interceptarme.

—Mi niña, que hermosa estás. Y créeme, te ves como una reina. Siempre lo has sido, aunque otros no supieran verlo.

—Gracias —le dije, tragándome las ganas de llorar.

—¿Hablaste con Massimo?

Negué suavemente.

—No creo que tenga mucho que decirme.

Ella me miró con tristeza, como si lo supiera todo, aunque nunca me lo hubiera preguntado. Me apretó el brazo con suavidad.

—Él puede ser muy ciego a veces. Pero tú… tú estás empezando a ver con mucha claridad, ¿verdad?

Asentí, sin decir más. Porque no hacía falta.

—¿Cómo está mi bebe?

—La pequeña está bien, la deje con nana, sabes que adora a la niña de la misma forma en la que adora a Massimo.

Cuando anunciaron la rifa benéfica, aproveché para escapar un momento. Necesitaba aire. Silencio. Tiempo para ordenar todo lo que estaba sintiendo.

Caminé por el pasillo lateral, el que llevaba a los salones privados del hotel. Todo era alfombra mullida, madera brillante y luces tenues. Me detuve un momento frente a una de las vitrinas decoradas y cerré los ojos. Respiré hondo.

Y entonces lo escuché.

Primero risas. Luego una voz familiar. Demasiado familiar.

—¿Y si alguien nos ve?

La voz de Danna. Suave. Coqueta.

—No importa. Me importa un carajo quién nos vea.

Massimo.

Mi estómago se contrajo.

Me acerqué en silencio. La pared que me separaba de ellos era delgada. Si me quedaba en la esquina, podía escucharlos sin ser vista.

—¿Te diste cuenta de cómo me miraba toda la noche? —dijo Danna, divertida.

—Sí —respondió él—. Está furiosa. Supongo que le dolió que no me acercara.

Mi corazón empezó a golpear más fuerte.

—¿No crees que se está haciendo la importante con ese vestido? ¿Qué pretende? ¿Competir conmigo?

Él rió. Esa risa que siempre usaba cuando se creía por encima de los demás.

—Tal vez. Pero ya no importa. No significa nada para mí, Danna. Lo sabes.

Hubo una pausa. Luego, un sonido húmedo. Besos. No quise imaginarlo. Pero estaba ahí. Frente a mí. En mi oído. En mi garganta.

Y luego llegó la estocada final.

—¿Y la niña? —preguntó Danna con voz melosa —¿De verdad quieres criarla conmigo?

—Sí. Liana cumplió su parte del trato. Me dio una hija, sí. Pero no es madre de verdad. Es solo una figura. Una presencia.

Tuve que apretar la pared con la mano para no caer.

—Ella solo existe porque mis abogados dijeron que debía casarme y tener un heredero. Nada más —Su tono era cruel, tan frío que me heló por dentro —Y ya cumplió. Ahora lo que necesito es reconstruir mi vida contigo.

—¿Crees que ella nos entregará a la niña fácilmente?

—Tal vez no. Pero no tiene elección. Nadie le cree capaz de nada. Mucho menos de pelear por la custodia. Ya tengo todo preparado. Solo es cuestión de tiempo.

Di un paso atrás. No hice ruido. No respiré.

Sentí las lágrimas deslizándose por mis mejillas, pero no sollozaba. No grité. No enfrenté.

No. No esa noche.

Volví a la gala como si nada hubiera pasado. Como si no me hubieran arrancado el corazón con las uñas. Entré justo cuando Massimo subía al escenario a dar su discurso como buen hijo, buen esposo, buen padre.

La hipocresía me dio náuseas.

Fui a la barra. Pedí una copa de vino tinto y la sostuve con gracia, aunque mis dedos temblaban.

Lo miré bajo las luces. Hermoso. Elegante. Venerado.

Falso.

En ese momento lo supe.

Ya no iba a llorar en silencio.

Ya no iba a esperar que él decidiera cuándo acabaría esta farsa.

La esposa invisible estaba muerta.

Y lo único que quedaba de ella… era la madre dispuesta a todo.

Y aunque me doliera el corazón, aunque tuviera que arrancarlo de raíz para borrar todo lo que sentía por Massimo Mancini, lo haria, lo haría a sangre fria solo para recordarme el dolor que estaba sintiendo ahí de pie, recordando las palabras dichas a mi hermana, recordando cual era mi función en su vida. 

Yo ya no tenía cabida en la familia Mancini, así que mi hija tampoco la tendría. Porque nadie la arrebataria de mis brazos.

Continue lendo este livro gratuitamente
Digitalize o código para baixar o App
Explore e leia boas novelas gratuitamente
Acesso gratuito a um vasto número de boas novelas no aplicativo BueNovela. Baixe os livros que você gosta e leia em qualquer lugar e a qualquer hora.
Leia livros gratuitamente no aplicativo
Digitalize o código para ler no App