Tatiana se levantó abruptamente de la cama, la furia vibrando en cada fibra de su ser. Sus ojos, aún hinchados por las lágrimas, lanzaron chispas al mirar a su madre.
—¿Sabes qué, mamá? —dijo, la voz cargada de resentimiento—. Me iré de esta casa. Ya no soporto lidiar con todo esto como si yo fuera la única culpable.
Mariola se apresuró a interponerse en su camino, el pánico reflejado en su rostro.
—¡No te vayas! ¡No deberías ir a ningún lado en este estado! ¡Ni siquiera has comido nada!
—¡No me interesa nada! —espetó Tatiana, apartando la mano de su madre con un movimiento brusco.
Y con eso, se marchó. El sonido de la puerta principal al cerrarse con un golpe seco dejó a Mariola sola en la habitación, con el corazón encogido. Se paseó de un lado a otro, su mente un torbellino de preocupación. Sabía que Tatiana no estaba pensando con claridad en ese momento, no estaba en condiciones de estar sola. Pero, ¿qué más podía hacer? Su hija era mayor de edad, y no podía obligarla a quedarse.