El hospital, un laberinto de pasillos asépticos y susurros urgentes, se convirtió de repente en el escenario de un milagro para Bianca. Las contracciones se habían intensificado hasta volverse insoportables, pero la decisión estaba tomada: una cesárea, como se había programado previamente. Tendida en la fría mesa de operaciones, el miedo la invadió. Las luces brillantes del quirófano parecían consumir el aire, y todo lo que Bianca ansiaba era escuchar un llanto, el sonido de sus bebés, la confirmación de que todo había salido bien.

La voz de la enfermera lejana, el murmullo de los médicos, y de pronto… el llanto. Un pequeño grito agudo que rasgó el silencio de su ansiedad. La enfermera se acercó, y por un instante, Bianca vislumbró un pequeño bulto rosado, uno de sus mellizos, antes de que la oscuridad la envolviera por completo. La inconsciencia fue un velo bienvenido.

Cuando despertó, la luz filtrada por la ventana indicaba que el día ya había amanecido. Se encontraba en una habita