Mundo ficciónIniciar sesiónCapítulo 8
Rafael asintió con la cabeza, su sonrisa se suavizó mientras se preparaba para salir de la habitación. —Buenas noches —dijo, lanzó una última mirada a su padre y a ella antes de salir, dejándolos solos. La puerta se cerró silenciosamente tras él, dejando a Patricia sola en la habitación con su futuro esposo. Ella se acercó a la cama, sintiendo un nudo apretarse en su pecho. A partir del día siguiente, él sería oficialmente su esposo, la realidad la envolvió de manera suave. El silencio en la habitación era casi palpable, la única luz provenía de la lámpara de la mesilla, iluminando suavemente los contornos de los objetos. Patricia se acostó a su lado, sintiendo la suavidad de las sábanas, pero la sensación de incomodidad aún permanecía. Lo miró, observando los contornos de su rostro, que ahora parecía más sereno, casi en paz. El cansancio parecía haberse apoderado de su cuerpo, pero había algo allí que aún la mantenía despierta, perdida en sus pensamientos. Era difícil imaginar que, en solo unas horas, sus vidas cambiarían por completo. Serían marido y mujer, pero ¿qué significaba eso realmente? Se preguntó, mientras sus dedos pasaban suavemente por la sábana, sin realmente saber qué responderse a sí misma. Su corazón latía más lento ahora, los pensamientos volviéndose más claros mientras observaba a Augusto Avelar descansar. Sin hacer ruido, se arropó con la manta hasta los hombros, sintiendo una sensación de calor reconfortante. Aun así, se acostó a su lado, dejando el espacio entre ellos lo más pequeño posible. Poco a poco, sus propios ojos se cerraron, el cansancio apoderándose de ella, pero su mente no se detenía. Se quedó allí, al lado del novio, escuchando el suave sonido de su respiración, hasta que el cansancio la venció por completo. *** A la mañana siguiente, Patricia despertó con el sonido de unos golpes suaves en la puerta. Aún somnolienta, parpadeó varias veces antes de darse cuenta de lo que estaba a punto de suceder. La boda. Su estómago se revolvió, y se sentó en la cama, intentando asimilar la realidad. No había vestido de novia, ni iglesia decorada, mucho menos un novio despierto para recibirla en el altar. Solo una boda improvisada dentro de una mansión, con un juez y algunos testigos. Respirando hondo, se levantó y abrió la puerta. El mayordomo la esperaba al otro lado. —El señor Rafael pidió que la señorita se preparara. El juez llegará en una hora. Ella asintió, sintiendo la garganta seca. —Gracias. Mientras se daba una ducha rápida, intentó calmar sus pensamientos. Nada de aquello parecía real. La boda tendría lugar sin que su futuro esposo lo supiera, y ella aún necesitaba encontrar una manera de manejar la situación cuando él despertara. Al salir del baño, se vistió con una ropa simple pero elegante. Un vestido azul claro, discreto, sin llamar la atención. Cuando bajó las escaleras, encontró a Rafael esperándola, ya vestido con un traje impecable. La miró con aprobación. —¿Estás lista? Patricia asintió, aunque aún no estuviera segura. —El juez ya ha llegado —le informó, señalando el salón donde todo ocurriría. Ella inspiró profundamente y caminó hacia allí, sintiendo cada paso como si fuera hacia lo desconocido. Al entrar en el salón, Patricia notó que todo estaba listo. La mesa para la firma de los papeles estaba organizada a la perfección, y el juez esperaba pacientemente junto a dos testigos: el mayordomo y una de las empleadas más antiguas de la casa. Rafael le acercó la silla para que se sentara, y Patricia sintió el peso de esa decisión más que nunca. Miró los documentos frente a ella, su nombre ya escrito al lado del de Augusto Avelar. —¿Podemos comenzar? —preguntó el juez, observándola con atención. Ella intercambió una mirada con Rafael, quien solo asintió, indicando que todo estaba bajo control. —Sí —respondió, con la voz un poco vacilante. El juez inició la ceremonia, breve y formal. No hubo votos románticos ni declaraciones de amor. Solo palabras burocráticas sobre derechos, deberes y compromisos. Patricia sentía su corazón latir con fuerza mientras sus manos sudaban ligeramente. Cuando llegó el momento de la firma, sus manos temblaron al sostener la pluma. Por un instante, dudó. ¿Y si Augusto Avelar despertaba y rechazaba ese matrimonio? Pero entonces, la imagen de su abuelo vino a su mente. El hombre que siempre la había cuidado, que la había criado con amor y que ahora necesitaba desesperadamente un tratamiento que solo ese matrimonio podía garantizar. Tragando saliva, adoptó una postura firme y firmó. El juez empujó los documentos hacia Rafael, quien firmó en nombre de su padre sin dudar. —Ante la ley, ahora son marido y mujer —declaró el juez, cerrando la carpeta con los papeles. Patricia soltó un suspiro pesado. Estaba hecho. Ahora era, oficialmente, Patricia Avelar. El juez fue el primero en salir, seguido del mayordomo y la empleada, dejando a Patricia y a Rafael solos en la sala. El silencio que se instaló entre ellos era casi palpable. Rafael cruzó los brazos y la observó un instante antes de decir, con firmeza: —Voy a cuidar muy bien de tu abuelo. Puedes estar segura de eso. Patricia soltó un leve suspiro, aliviada, pero aún sintiendo el peso de esa decisión sobre sus hombros. Sus ojos recorrieron la sala antes de encontrarse con los de él. —Y yo… —su voz salió más suave de lo que pretendía—. Haré lo mismo con mi esposo… si él me lo permite cuando despierte. Rafael arqueó una ceja, surgiendo una leve sonrisa en la comisura de sus labios. —Creo que ese será el menor de tus problemas. Mi padre siempre ha sido un hombre justo. Ella asintió, pero la incertidumbre aún bailaba en su mirada. ¿Cómo podría predecir la reacción de Augusto al despertar y descubrir que tenía una esposa a la que nunca conoció? Sin prolongar más la conversación, Patricia se volvió y comenzó a caminar hacia la habitación de su recién estrenado esposo. Necesitaba verlo, necesitaba encontrar algo de seguridad en el hombre que, dormido, ahora formaba parte de su vida de una manera inesperada. Al entrar en la habitación, se acercó a la cama y se sentó en el sillón a su lado. Tomó la mano de Augusto entre las suyas, estudiando su rostro dormido. —Espero que lo entiendas… y que no me odies por esto —susurró. El silencio fue su única respuesta, pero, por un breve momento, tuvo la impresión de que sus dedos se movieron sutilmente dentro de los suyos.






