Capítulo 5

Capítulo 5

Patricia despertó sobresaltada, con el corazón acelerado. Miró a su alrededor, confundida. No recordaba haberse alejado del señor Avelar. ¿Cómo había terminado en su habitación?

Sin perder tiempo, se levantó rápidamente y corrió hacia el cuarto de él. Al verlo aún inmóvil, sintió un nudo en el pecho. Se acercó e, instintivamente, pasó los dedos sobre los suyos, intentando percibir algún movimiento. Nada.

Frustrada, comenzó a masajearle suavemente la mano, como si pudiera animarlo a reaccionar.

—Vamos, señor Avelar... Mueva los dedos por mí... Solo un poquito...

Pero no hubo respuesta.

Suspiró, negándose a desanimarse. Forzó una sonrisa y, con cariño, dijo:

—Está bien, tal vez no sea hoy, pero sé que sucederá. Lo siento aquí dentro.

Miró a su alrededor y tuvo una idea.

—Voy a encender la televisión y poner las noticias para usted. Apostaría que extraña estar al tanto del mundo, ¿verdad?

Tomó el control remoto y encendió el televisor, ajustándolo al canal de noticias.

—Veamos qué está pasando en el mundo hoy... Tal vez alguna mala noticia económica lo haga abrir los ojos de indignación, ¿eh?

Soltó una pequeña risa, intentando aliviar la tensión. Luego volvió a tomar su mano, en un gesto silencioso de apoyo.

—Estoy aquí, ¿sí? Voy a cuidar de usted...

Minutos después, salió del cuarto solo el tiempo necesario para lavarse el rostro, cepillarse los dientes y arreglarse el cabello. Mientras tanto, uno de los dedos de Augusto Avelar se movió rápidamente, casi imperceptible, al compás de las noticias que resonaban en la habitación.

Al regresar, Patricia se sentó junto a él, esperando a que el noticiero terminara. En cuanto emitieron la última noticia, tomó el control y apagó la televisión, dejando la habitación en un silencio tranquilo.

Sonrió, satisfecha por haber hecho el ambiente más agradable para él, pero algo la hizo fruncir el ceño. El rostro del señor Avelar parecía enrojecido. Preocupada, se inclinó y sostuvo su rostro entre sus manos delicadas.

—¿Qué es esto...? —murmuró, sintiendo la piel caliente bajo sus dedos.

Tomó el termómetro y midió su temperatura. Estaba un poco elevada, pero no tanto como para considerarse fiebre. Aun así, decidió actuar.

Con cuidado, bajó las cobijas hasta retirarlas por completo. Luego, le quitó los calcetines y pasó las manos por sus pies. Estaban demasiado calientes.

—Hace calor aquí, ¿no? —comentó, más para sí misma que para él.

Sin dudarlo, desabrochó los primeros botones de la camisa del paciente para ayudarlo a refrescarse, pero en cuanto lo hizo, se quedó inmóvil.

Sus ojos se abrieron de par en par al encontrarse con un pecho ancho, definido y sorprendentemente bien cuidado. La piel firme, los músculos marcados... Era imposible creer que aquel hombre llevaba tanto tiempo inconsciente.

Su mirada recorrió el torso amplio y descendió lentamente, casi por voluntad propia. Su boca se entreabrió, y tragó saliva con dificultad.

—Dios mío... —susurró, dándose cuenta de que estaba mirando demasiado cuando sintió el calor subirle al rostro.

Rápidamente, negó con la cabeza y se reprendió mentalmente.

—¡Patricia, por el amor de Dios, estás babeando por tu paciente!

Cerró su camisa con los dedos temblorosos, se dio la vuelta y respiró hondo varias veces para recuperar la compostura.

—Esto fue un error... un gran error... —murmuró, abanicándose el rostro.

Pero mientras intentaba calmarse, no notó que, por un breve instante, los dedos de Augusto volvían a moverse.

—Tengo que ser profesional... —susurró para sí misma, cerrando los ojos un momento antes de girarse nuevamente.

Con toda la concentración que pudo reunir, abrió la camisa de Augusto una vez más, intentando ignorar el pecho firme que le robaba el aliento. Manteniendo el enfoque, tomó el termómetro y esperó unos segundos antes de revisar la temperatura de nuevo.

Al observar la pantalla del aparato, frunció el ceño. Su temperatura había vuelto a la normalidad.

—Tenía calor... —comentó en voz baja, extrañada por la situación.

Curiosa, se acercó y tocó sus manos. La noche anterior estaban frías, pero ahora la sensación era completamente distinta. Pasó las manos por sus pies y notó que también estaban tibios, en una temperatura normal.

—Qué extraño... —susurró, inclinándose un poco más para observarlo de cerca.

La piel de Augusto tenía un tono más saludable que antes, lo que la hizo preguntarse si su cuerpo estaba reaccionando de alguna manera.

Su corazón se aceleró. ¿Podría significar eso que realmente estaba despertando?

Una mezcla de emoción y ansiedad la invadió. Sin pensarlo, tomó una de las grandes y fuertes manos de Augusto entre las suyas.

—Señor Avelar, si puede oírme, deme una señal... —pidió en voz baja.

Esperó unos segundos en silencio, aguardando alguna reacción. Pero nada ocurrió.

Suspiró, soltó su mano con delicadeza y se recostó en la silla junto a la cama.

—Tal vez estoy imaginando cosas... —murmuró, mordiéndose el labio.

Aun así, una corazonada le decía que algo estaba cambiando. Y, por alguna razón, eso la ponía más nerviosa de lo que debería.

El mayordomo entró en la habitación y miró a Patricia con preocupación.

—La señorita no bajó a desayunar. ¿No se siente bien?

Patricia suspiró, aún inquieta por la situación de Augusto.

—No tengo apetito... —respondió, desviando la mirada hacia el hombre en la cama.

El mayordomo frunció el ceño, desaprobando su respuesta.

—Aun así, pediré que le traigan un jugo de naranja con papaya. Pasar tanto tiempo sin comer puede hacerla perder fuerzas.

Estaba a punto de salir cuando se detuvo en la puerta, como si recordara algo importante.

—Ah, el señor Rafael pidió avisarle que, a la hora del almuerzo, vendrá un grupo de médicos para evaluar al patrón. Quiere un diagnóstico más preciso, ya que usted lo vio moverse.

El corazón de Patricia se aceleró. La noticia la llenó de ansiedad, pero también de alivio.

—Eso es maravilloso... —murmuró, volviendo a mirar a Augusto.

El mayordomo asintió y salió de la habitación, dejándola sola una vez más.

Suspiró y pasó los dedos por su cabello, intentando organizar sus pensamientos. En pocas horas sabría si aquel pequeño movimiento que había presenciado era realmente una señal de que él estaba regresando a la conciencia.

—Ojalá que sí... —susurró para sí misma, apretando suavemente su mano.

Sus ojos oscuros se posaron en el rostro dormido de Augusto. Luego se desviaron hacia la cómoda junto a la cama, donde varios perfumes estaban alineados con precisión. A su lado, un frasco llamó su atención: aceite de masaje.

Instantáneamente recordó la conversación de las empleadas el día anterior. Decían que Augusto solía recibir masajes regularmente.

Tal vez eso ayude con la circulación... y quién sabe, podría estimular los músculos para reaccionar.

La idea le pareció buena, y se acercó a la cómoda, tomando el frasco con cierta duda. Sin embargo, antes de comenzar, un suave golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos.

Una de las empleadas entró con una bandeja.

—Aquí tiene su desayuno, señorita. Jugo de naranja con papaya, como pidió el mayordomo.

Patricia forzó una pequeña sonrisa y asintió.

—Gracias.

La mujer salió, y Patricia observó la bandeja unos segundos. Su estómago estaba vacío, pero la ansiedad era más fuerte que el hambre. No podía pensar en comida en ese momento.

Sin tocar el desayuno, volvió su atención hacia Augusto.

—Veamos si esto le ayuda...

Vertió un poco de aceite en sus manos y las frotó para calentarlo. Luego, con cierta vacilación, abrió algunos botones más de la camisa de él, revelando su pecho fuerte y bien cuidado.

Al tocar la piel caliente, un escalofrío recorrió su cuerpo.

Concéntrate, Patricia... estás aquí para cuidarlo.

Con movimientos delicados, comenzó a masajearle los hombros y el pecho. A medida que deslizaba las manos por su piel firme, notó algo extraño, como si él reaccionara sutilmente al contacto.

Su corazón se aceleró.

Se detuvo un momento, pero no hubo respuesta. Aun así, estaba segura de que, por un instante, los músculos de Augusto se habían tensado bajo sus manos.

Patricia continuó con el masaje, ahora con más esperanza que nunca.

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