“Eden, no…”
Ignoró las protestas de su tía y abrió de golpe la puerta del dormitorio de Sera. La habitación estaba ordenada, familiar, llena de la mujer que la había criado con manos suaves y mentiras delicadas. Eden fue directo al armario, abriendo cajones, buscando con una desesperación que rozaba la violencia.
“Eden, ¡para!”
Las encontró en una caja con cerradura, escondida bajo los suéteres de invierno. El candado era débil; Eden lo rompió con un solo giro de muñeca y ni siquiera se detuvo a asombrarse de la fuerza que lo había hecho posible.
Dentro había frascos. Docenas de ellos. Algunos con etiquetas médicas incomprensibles, otros marcados solo con fechas y dosis. Y en el fondo, un cuaderno lleno de la letra de Sera: notas detalladas sobre síntomas, eficacia de los supresores, cambios de comportamiento.
Eden hojeó las páginas con las manos temblorosas. Había tablas que registraban su altura, peso y desarrollo físico. Notas sobre “enmascaramiento de aroma”, “supresión de vínculo