Un giro inesperado (2da. Parte)
El mismo día
Bagdad
Latifa
No conocer el rostro de mi enemiga era más que una molestia: era una condena. Esa odalisca invisible se movía a su antojo, sonreía a mis espaldas y quizá besaba a mi marido en lugares a los que yo jamás tendría acceso. Si no veía su cara, no podía arrancarla de raíz; si no sabía su nombre, no podía destruirla. Y mientras tanto, mi victoria se me escurría entre los dedos como granos de arena, poniendo en peligro mi posición, mi vida de lujos y hasta el honor de mi apellido. La humillación que me aguardaba sería inconcebible para mis abuelos. Yo no toleraría ser devuelta y pisoteada como un tapete. No yo. No Latifa Rashid.
Por eso aquella noche me quedé oculta junto a la puerta de la habitación de mi suegra, esperando una señal de Alá que iluminara mi camino. Fue inútil. Solo escuché palabras huecas, blandas, un discurso empalagoso sobre el futuro que me revolvía las entrañas. Su tono complaciente era insoportable, como si bendijera en silencio la traición de