La mañana siguiente a la batalla, un silencio inusual se cernía sobre la fortaleza de Rajar. El rumor distante de los cuernos de Wolf se había acallado, reemplazado por la tensa calma que sigue a la tormenta. Desde mi habitación, podía sentir la vigilancia redoblada en los pasillos, el paso más frecuente de los guardias. La guerra había llegado a las puertas de la fortaleza, y con ella, una agudización de mi propia conciencia sobre mi posición.

Me desperté con el suave sonido de la leña crepitando en la chimenea. La habitación estaba tibia, el fuego había sido avivado mientras dormía. En la mesita de noche, encontré un cuenco con agua fresca y una toalla limpia, junto a un pequeño peine de madera tallada. Eran detalles simples, casi insignificantes, pero en el contexto de mi cautiverio, gritaban un trato diferente. Wolf, en su jarlazgo, me había confinado, me había visto como una posesión a asegurar. Rajar, por el contrario, me trataba con una deferencia que me desarmaba, una cortesía