La mañana siguiente al íntimo momento en el patio de entrenamiento, desperté con una ligereza inusual, un zumbido de anticipación en mi pecho. Había dormido poco, mi mente llena de las palabras de Rajar, el calor de su cuerpo y la promesa tácita en sus ojos. Me sentía... vista. Y no solo eso, me sentía deseada. La fantasía de que Rajar me veía de una manera especial, más allá de la profecía, se había afianzado.

Bajé al gran salón para el desayuno, que aunque menos formal que la cena, seguía siendo una congregación animada de guerreros y miembros del clan. Rajar ya estaba sentado en su lugar habitual, y al verme, me dedicó una breve pero cálida sonrisa, su mirada deteniéndose en mí por un instante. Mi corazón dio un vuelco. Él, como siempre, me había reservado el asiento a su derecha. Sentarme tan cerca de él cada mañana, compartir el pan y la hidromiel, se había convertido en un ritual reconfortante, un pequeño oasis en mi nueva vida.

El salón zumbaba con conversaciones, pero de repent