Los tres golpes en la puerta resonaron en el silencio de la cabaña, rompiendo la frágil paz que acababan de encontrar. El eco pareció prolongarse, convirtiendo el calor del hogar en un frío aprehensivo. Astrid se levantó con el rostro pálido, y su mirada se dirigió a Kael, a Christina y al lugar donde su hijo se escondía, convertido de nuevo en una sombra. La voz de Torben, fuerte y severa, volvió a atravesar la puerta.

—Soy yo. Torben. Sé que hay alguien ahí.

Kael se puso de pie, tenso como una cuerda. Christina dio un paso atrás, con el corazón latiendo con fuerza en el pecho. Astrid fue la primera en actuar. Su rostro, que un instante antes había sido un mapa de dolor y ternura, se volvió una máscara de serena autoridad.

—Esperen aquí —susurró, con una mirada a Christina y Kael—. No digan nada.

Astrid se acercó a la puerta y la abrió solo un poco, lo suficiente para que la luz del amanecer revelara el rostro de Torben. Era un hombre de hombros anchos, con una barba rojiza y una cic