El amanecer trajo consigo una extraña quietud a la cabaña, una tregua silenciosa tejida con la delicada hebra de una verdad recién desvelada. Astrid, con movimientos pausados y una calma que desmentía la tormenta de la noche, se movía entre el fogón y la mesa. Preparaba un desayuno humilde: gachas calientes y trozos de pan que sabían a esperanza. Era la madre, en su rol más fundamental, intentando restaurar una normalidad que se había roto en mil pedazos.

Wolf estaba sentado a la mesa, su imponente figura ahora encorvada, con el rostro marcado por la fatiga y las lágrimas secas. Sus ojos, antes fríos como el hielo, parecían ahora profundos pozos de dolor. Christina se sentó frente a él, con Kael a su lado. El aire entre ellos vibraba con una tensión palpable. Se observaban unos a otros, no como depredador y presa, sino como extraños que compartían un secreto inmenso. Era la primera vez que Christina y Kael veían a Wolf no como el Thane despiadado, sino como un hombre herido, expuesto