El aire en la pequeña cabaña de caza, escondida en los límites del Bosque de Cinere, era tranquilo y olía a pino y a leña quemada. Christina estaba sentada junto al fuego, dibujando un mapa de estrellas en una hoja de pergamino, con el Thaner Wolf a su lado, afilando su cuchillo en silencio. Habían encontrado paz en este lugar, pero era una paz frágil.

Un golpe fuerte y desesperado en la puerta rompió el silencio de medianoche.

Wolf se levantó de inmediato, con el cuchillo en alto. Sus ojos brillaron como el oro bajo la luz del fuego.

—¿Quién es?—preguntó su voz, baja y peligrosa.

—¡Soy yo! ¡La Curandera! ¡Por favor, abran!—El ruego provenía del otro lado, débil y lleno de un pánico evidente.

Wolf miró a Christina, y ella asintió. Él abrió la puerta lo justo para dejarla pasar. La mujer, que siempre era tranquila y fuerte, parecía ahora una sombra rota. Se tambaleó hacia la habitación, cerrando la puerta con una sacudida, y se apoyó contra ella, jadeando.

La Curandera no llevaba su ce