Invitación

CAPÍTULO 1

EMILIANO FERRER

INVITACIÓN

Me remuevo en la cama antes de abrir los ojos. Me estiro dos veces, tomo el reloj de la mesa de noche: son las cinco en punto. Me levanto y camino directo al baño. Después de mi rutina matutina, bajo con la toalla al cuello hacia el gimnasio que instalé en casa. Una hora de entrenamiento y todo en mi cuerpo se reinicia.

Con el sudor aún cayendo por mi cuello, voy a la cocina por un vaso de agua. Ahí está mi nana, como siempre, al pie del fogón.

—Buenos días, nanita —la saludo.

—Buenos días, mi niño. Ya casi está listo el desayuno —responde con dulzura.

—En un rato bajo a disfrutar de tus delicias —le doy un beso en la frente antes de volver a mi habitación.

Me ducho con agua fría. Me relaja, me activa. Elijo un traje negro y lo acomodo perfectamente sobre mí. Un poco de perfume. Me miro al espejo. Impecable.

Bajo y el desayuno está servido. El aroma del café me atrapa. Tomo un sorbo y gimo con satisfacción.

—Está perfecto, como siempre —le digo.

Ella ríe conmigo. Me conoce mejor que nadie.

—Gracias por todo, nanita. Sos como una madre para mí —le digo con sinceridad.

—Y vos, como un hijo para mí, Emiliano. Nunca lo olvides.

Nos despedimos con cariño y salgo rumbo a la oficina.

Me llamo Emiliano Ferrer, tengo 30 años. Soy el CEO y accionista principal de Ferrer & Asociados, la empresa que construyó mi padre, Arthur Ferrer. Vivo en Roma, al norte de la ciudad. Mi rutina es precisa y eficiente. Conduzco mi BMW negro hasta el edificio central. Veinticinco minutos más tarde, estoy subiendo por el ascensor hacia el último piso.

Saludo a Marta, mi secretaria, y desde la distancia veo a Antonella, mi asistente. Su semblante tranquilo, la manera en que se concentra… tiene algo hipnótico.

—Buenos días, Antonella.

—Buenos días, señor Ferrer.

—¿Qué tenemos para hoy?

—Documentos por firmar y dos reuniones. A las diez con los inversionistas chinos y a las dos con el comité empresarial. —responde con su acostumbrada eficiencia.

—Perfecto. ¿Podrías traerme un buen café, por favor?

—Por supuesto. ¿Algo más?

—No, gracias.

Minutos después regresa con el café. Pasa el tiempo, y casi sin darme cuenta son las nueve y cuarenta y cinco.

—Señor Ferrer, la reunión con los inversionistas está por comenzar —me recuerda con su tono suave y profesional.

—Gracias, Antonella. No sé qué haría sin vos. Siempre tan atenta… Por eso, hoy te ganaste una invitación a almorzar.

—Gracias, pero no hace falta. Solo cumplo con mi trabajo.

—No se discute. Almorzamos después de la reunión. Me gustaría conocerte un poco más. Llevamos meses trabajando juntos y apenas sé nada de vos.

—Está bien, aceptaré su invitación… Pero debería apresurarse. Los inversionistas ya deben estar en la sala.

—Tenés razón. ¿Podés llevarles té verde y galletas, por favor?

—Claro. Siempre tan atento con ellos, señor Ferrer.

—Como dice mi padre: tratá bien a tus socios, y ellos harán lo mismo.

Entro a la sala de juntas.

—Buenos días. Disculpen el pequeño retraso. Vamos directo al punto. Mi padre me comentó que prefieren las cosas claras. En las carpetas que están recibiendo está todo el detalle de nuestra propuesta. Queremos innovar, y ustedes son los socios ideales para llevarlo a cabo. Nuestro objetivo es lanzar nuevos modelos el próximo trimestre, con tecnología de punta.

El señor Wang toma la palabra:

—Nos hablaron muy bien de ustedes. Nos interesa invertir. Nos gustan sus vehículos… y su hospitalidad —dice, sonriendo—. Por cierto, el té y las galletas están deliciosos.

Dos horas después, la reunión concluye con éxito.

—Antonella —le digo al salir—, es hora del almuerzo. Pasó volando. Vamos antes de la siguiente reunión.

—Está bien, jefe.

—Dejá la formalidad. Llamame por mi nombre, al menos fuera de la oficina.

—¿Cómo cree?

—Si vamos a compartir almuerzos más seguido, estaría bueno romper un poco el hielo.

—Está bien… Emiliano.

Llegamos al restaurante. El maître nos recibe cordialmente.

—Buenas tardes. Dos copas de su mejor vino, por favor —digo mientras nos ubicamos.

—¿Vino? ¿No veníamos solo a almorzar? —pregunta Antonella, aún un poco tensa.

—Tranquila, es solo para brindar… y celebrar.

—¿Y qué celebramos?

—El éxito de la reunión. Y tu excelente trabajo.

Se sonroja.

—Todo fue gracias a su experiencia. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—Claro.

—¿Por qué ahora decide invitarme a almorzar?

—Buena pregunta. No sé por qué no lo hice antes. Pero no hablemos de mí. Contame de vos… ¿Tenés pareja? ¿Vivís con alguien? ¿Qué hacés en tu tiempo libre?

—No, no tengo hijos ni pareja. Vivo con mis padres, en una casa pequeña a media hora de aquí. Y en mi tiempo libre… leo y canto.

—¿Cantás? Me encantaría escucharte algún día.

—Solo canto en casa, mientras limpio o me ducho.

—Aun así, me gustaría escucharte.

Llega el mesero.

—¿Qué desean almorzar?

—Raviolis con ensalada —dice ella.

—Y nada de postre —añade.

—Está bien. Yo pediré lasagna.

Mientras la miro, no puedo evitar pensar que hay algo especial en ella. Sus ojos, su voz, su forma de hablar... Es diferente.

Y me gusta.

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