FREYA
El silencio de mi habitación era como una manta pesada. Afuera, el sol apenas comenzaba a colarse entre los ventanales, pero yo no tenía ánimos de salir. Me había despertado muy temprano, pero seguía ahí, sentada en la orilla de la cama, abrazando mis piernas.
No encontramos a papá.
Y aunque me consuelo pensando que quizá escapó, que tal vez está libre… no puedo evitar sentirme culpable. Yo debía salvarlo. Yo debía traerlo de vuelta.
Un leve golpeteo en la puerta me hizo levantar la mirada. Era mi abuela, Marina.
—¿Puedo pasar? —preguntó con dulzura.
Asentí, y ella entró con su habitual elegancia, con esa presencia que siempre logra hacerme sentir menos perdida.
—¿Cómo estás, mi niña? —se sentó a mi lado y tomó mi mano con la suya, cálida y firme.
—Estoy bien… por ahora —murmuré, forzando una sonrisa.
Ella no insistió. Siempre ha sabido cuándo dejarme espacio.
—Me duele no haberlo encontrado —confesé al fin—. Pero más que eso… me duele saber que Lucian permitió que encerraran a