El bosque se tornó una jungla cenicienta en medio de la oscuridad. Cada árbol parecía retorcerse como si conociera la guerra que se avecinaba. Mis sentidos estaban en alerta máxima, cada fibra de mi ser despierta, tensa, encendida. Sobre Akmar, el León de Eunice, mi cuerpo vibraba con la presión de lo inminente. Sabía que cada paso nos acercaba más a la línea invisible donde el sigilo se convertía en batalla.
A mi alrededor, Ronan marchaba con su andar firme, los ojos como centellas enfocados al frente. Caleb, con su temple de rey, caminaba al lado de Freya, cuyos ojos brillaban con una mezcla de miedo, determinación y algo más profundo que solo las reinas conocen. Leif cerraba la formación delantera, silencioso como un lobo al acecho. Detrás de nosotros, en su forma lobuna, cientos de betas de los tres reinos marchaban con disciplina inquebrantable. Sus ojos reflejaban la misma resolución: no habría marcha atrás.
Mi arco descansaba en mi espalda, las flechas aún dormidas en su carcaj