La ciudad de Bruselas se desangraba bajo la luz fría de la luna, que iluminaba la autopista vacía, el asfalto reflectante y las sombras alargadas de algunos árboles que parecían ser testigos de lo que sucedía en su interior. En el horizonte se veía un resplandor rojo distante, causado por el caos que la lucha de Vladislav y Christian había dejado atrás.
Adara había escapado, pero la guerra entre los dos hombres, entre los dos mundos, apenas comenzaba. El rugido de las bestias resonaba en el aire, su eco se desplazaba como un mal presagio. Desde donde Adara estaba, el sonido de la contienda aún retumbaba con fuerza.
Vladislav se mantenía firme sobre el asfalto, su figura imponente cubierta por el brillo de sus ojos encendidos como lava ardiente. Su lobo interior rugía, deseando acabar con Christian de una vez por todas, pero él mantenía el control, centrado, calculando cada movimiento. No podía perder, no solo por su orgullo, sino por ella. Por Adara.
Christian, por otro lado, no cedía