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(Perspectiva de Nerya) Lo arrastraban como si fuera carroña. Dos brazos bajo sus hombros, dos más sujetando sus piernas. Auren no se quejaba. No podía. Su cuerpo colgaba entre nosotros como un trapo roto, y aun así, algunos encontraban espacio para burlarse. -¿Estás segura de que no es un cadáver? -soltó Kaen, su tono goteando desdén. -Si lo fuera, no olería tanto a derrota -añadió Milla, lanzando una sonrisa torcida hacia Boren, quien solo negó con la cabeza sin romper el paso. No respondí. El barro nos llegaba hasta las botas, y la maleza susurraba cosas que no quería escuchar. Me concentraba en mantener la marcha y no mirar demasiado al rostro del vampiro que había defendido. Éramos cinco. Cuatro betas -Tarek, Milla, Kaen, Boren- endurecidos por la guerra, firmes como la piedra y leales a la manada. Y yo, la única omega. No por linaje, sino por decreto. El rango me fue impuesto al no poder transformarme, una marca de debilidad según el consejo. Lo que nadie sabía -lo que jamás me atreví a decir- era que sí podía hacerlo. El cambio ardía bajo mi piel, lo sentía palpitar como una bestia encerrada. Pero me negaba a soltarla. Temía lo que podría emerger. Ser de sangre mixta... era ser algo indefinido. Y ni yo misma conocía el rostro de lo que podría llegar a ser. El aire estaba denso, húmedo, cargado con el aliento del bosque. Caminábamos bajo ramas retorcidas, entre raíces que parecían manos intentando atraparnos. Y sin embargo, lo que más pesaba era el silencio que brotaba de mí misma. Tarek lideraba la marcha. Siempre adelante, espalda recta, mirada fija. Su cabello negro azabache estaba recogido en una trenza gruesa que rozaba su espalda. Tenía el mentón fuerte, la mandíbula cuadrada y cicatrices viejas cruzándole la mejilla derecha como recuerdos que no necesitaba contar. Su sola presencia ordenaba respeto. Milla, en cambio, era otra criatura. De curvas marcadas, mirada afilada y una sonrisa que prometía veneno o placer. Su cabello rojo como la sangre le caía suelto, salvaje, y sus labios eran casi siempre curvados en una mueca burlona. Su forma de moverse era casi un baile: sensual, peligrosa, sin miedo a los ojos ajenos. Había una electricidad sutil entre ella y Kaen, como un lazo no declarado. No era abierta, ni obvia, pero yo lo notaba en cómo su mirada a veces se demoraba en él... o cómo él se tensaba apenas cuando ella reía. Kaen era el filo sin vaina. Musculoso, con tatuajes tribales cubriendo parte de su pecho y brazos descubiertos, era el primero en entrar en combate y el último en retroceder. Su cabello era corto y rizado, de un tono castaño claro que casi brillaba bajo la luna. Pero lo que más destacaba eran sus ojos: dorados como brasas, siempre ardiendo. No conocía los grises; para Kaen, todo era impulso o contención forzada. Y Boren... Boren era otra historia. Alto, de rostro serio y ojos gris acero, tenía un andar silencioso, contenido, que lo hacía pasar desapercibido hasta que lo tenías muy cerca. Su cabello era castaño oscuro, recogido en una coleta baja, y siempre llevaba un pendiente de hueso tallado en la oreja izquierda. Sus manos, grandes y callosas, hablaban de años de entrenamiento. Había algo en él que me descolocaba. Quizás la forma en que sus ojos a veces se detenían un segundo más de la cuenta sobre mí... O quizás era yo la que lo miraba demasiado. Sacudí la cabeza. No ahora. Un gemido escapó de los labios de Auren. Instintivamente, mis pasos se detuvieron. -¿Aún respira? -preguntó Milla, sin una pizca de preocupación. -¿Qué haremos con él? -gruñó Kaen, girando apenas el rostro hacia Tarek. Tarek no se detuvo. -La orden fue clara. Llevarlo ante el Alfa. Finalmente, las torres de vigilancia emergieron entre la niebla. Construidas con madera vieja, reforzadas con hierro y huesos de bestias, eran más prácticas que decorativas. La fortaleza de nuestra aldea no residía en su belleza, sino en su capacidad de resistir. Una voz grave nos detuvo desde lo alto. -¿Quién va? -Tarek, Milla, Kaen, Boren... y Nerya. Tenemos al prisionero -respondió Tarek con firmeza. -¿Con vida? -Lo suficiente. Un breve silencio. Luego, el crujir de los engranajes y el chirrido de la puerta principal se tragaron el bosque. Pasamos. Las construcciones dentro eran austeras: cabañas de piedra y madera, techos inclinados, sin lujos. Pero cada muro estaba diseñado para resistir tormentas, bestias o guerra. No había adornos, solo función. La aldea Varkal era una declaración: no vivimos para gustar, vivimos para sobrevivir. Avanzamos por el pasillo de tierra endurecida, pasando junto a varios guerreros que nos observaban con rostros duros. Nadie preguntó. Nadie se inmutó al ver al vampiro inconsciente que arrastrábamos. -¿Seguro que no prefieren dejarlo a la intemperie? -murmuró Kaen mientras descendíamos los escalones hacia los calabozos. -Ni siquiera los carroñeros merecen ese fin... -ironizó Milla con una risa seca- al menos no todavía. Una antorcha chisporroteaba en el túnel. El calabozo era húmedo, con muros de piedra rugosa y barro en el suelo. Una celda, al fondo, con barrotes gruesos y puertas reforzadas con símbolos viejos que aún olían a hierro y odio. Boren fue el que abrió la puerta. Sus ojos se cruzaron con los míos por un segundo. Imperturbables. Serenos. -Déjenlo ahí -dijo. Auren fue arrojado al suelo sin ceremonia, su cuerpo cayendo con un golpe sordo sobre la roca húmeda. Un murmullo escapó de sus labios. -Míralo... -susurró Kaen mientras se apartaba-. Ni siquiera parece uno de los suyos. -Seguro el Alfa querrá verlo cuando despierte -dijo Tarek, ya girando para marcharse-. No se ensuciará las botas con un cuerpo medio muerto. -Por ahora -añadió Milla, con una última mirada como si se tratara de un insecto. Cerraron la puerta con un golpe metálico, y el eco quedó flotando entre las sombras. Auren seguía tendido en el suelo. Inmóvil. Oscuro. Silencioso. Y por primera vez desde que nos cruzamos en el bosque, me pregunté si el lobo dentro de mí lo había reconocido antes que yo misma.